Por:
Fernando Londoño Hoyos
18 de
febrero de 2014
Lo que pasa
en Venezuela tenía que llegar y llegó, así sea que todavía falte lo peor. Por
desgracia.
El
castrochavismo será recordado como autor de un milagro económico a la inversa,
de los que se registran tan pocos en el devenir de los pueblos. Convertir en país
miserable el más rico de América no es hazaña de todos los días. Habiendo tanta
pobreza en tantas partes, en pocas tiene que pelear la gente, a dentelladas,
por una bolsa de leche, por una libra de harina o por un pedazo de carne.
Convertir en
despojos una de las más organizadas, pujantes y serias empresas petroleras del
mundo no es cualquier tontería. Llevar a la insolvencia una nación ante las
líneas aéreas, los proveedores comerciales y los que suministran material
quirúrgico y hospitalario no es cosa que se vea cualquier día. Y arruinar al
tiempo el campo y la industria, el comercio y los servicios, la generación
eléctrica, la ingeniería, la banca y las comunicaciones es tarea muy dura,
cuando se recuerda que la sufre el país que tiene las mayores reservas
petroleras del mundo.
En esa
frenética carrera hacia el desastre, el gobierno castrochavista tuvo que
proceder a la eliminación paulatina de todas las libertades, al sacrificio del
pensamiento y la conciencia, a la ruina de las instituciones, del periodismo,
de los partidos, de la universidad, de los gremios, de los sindicatos. Pues
todo se ha cumplido tras el designio implacable de los ancianos inspiradores
del sistema, Fidel y Raúl Castro, que una vez más han demostrado su audacia, su
carencia total de consideración y respeto por los valores más caros de la
especie humana, pero también su falta absoluta de talento. Llevar a Venezuela a
la ruina total es matar su propia fuente de subsistencia. Y es lo que han
hecho, moviendo los resortes del fanatismo más imbécil, de los odios más
cerriles, de los desquites más torpes.
Nicolás
Maduro tiene la inteligencia y el tacto político que exhibe en cualquiera de
sus discursos. Pero al fin de cuentas es un pobre rehén de los intereses
inconfesables de la clase corrupta que ha llevado a Venezuela a su perdición.
Si ese títere fuera libre, hasta de sus menguadas condiciones de estadista
pudiera esperarse algún acto de rectificación, algún gesto de apaciguamiento,
alguna voluntad de comprender el desastre y de corregirlo. Pero Maduro es el
primer esclavo de las pasiones atroces que dominan en Venezuela. Los
saqueadores de esa gran nación no están dispuestos a que nadie ensaye el menor
examen de su conducta. En los antros del delito se pierde todo, empezando por
el pudor.
El régimen de
Venezuela se va a caer, porque se tiene que caer. No podría subsistir sino
amordazando totalmente al pueblo, imponiendo cartillas de racionamiento,
levantando un paredón, como el del Che Guevara en La Cabaña. Y no están dadas
las condiciones para que el mundo soporte estas afrentas. Con una Cuba le basta
a América.
El pueblo
está en las calles, dispuesto a hacerse matar. Y lo están matando. La juventud
estudiantil, que sabe cerrados los caminos del porvenir, le apuesta a cualquier
cosa, menos al continuismo cobarde. Los empresarios lo perdieron todo hace
rato. No tienen cuentas para hacer. Y los paniaguados del sistema ven con
horror que el sistema ya no tiene mercados para comprar sus conciencias.
Y ante esta
catástrofe, el presidente Santos no ofrece más que su silencio perplejo.
Porque, si sigue ofendiendo a ese pueblo, tendrá un enemigo formidable. Y si
ofende a Maduro, se le cae el proceso de paz. Esa es la consecuencia del
primero de sus actos torpes, el de tomar por nuevo mejor amigo a un tirano
despreciable. Y el de montar un proceso que llama de paz sobre los hombros
caducos de unos patriarcas en su ocaso.
Fernando
Londoño Hoyos
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